lunes, 27 de septiembre de 2010

Lluvia de Valencia

Como llovía me lancé a la calle con la taza de café en la mano. Se me llenaba de gotas gordas que me salpicaban los ojos. La calle era un espejo del cielo de tan gris, y los edificios y las palomas con sus plumas grises se mimetizaban en la lluvia. Mis ojos se pusieron más grises, y reían como locos por el placer agreste de llenarse de Buenos Aires en pleno derrumbe de las contenciones cotidianas. A los costados de las veredas un montón de rostros blancos se agolpaban bajo los techitos de puestos de diario y cafés. Todos los pelos chorreaban, sobre todo marrones, y faldas angostas. De bajo los tacones se apretaban contra la pared para no hundirse en el charco que crecía. Era precioso ver los cuerpos chupados bajo las ropas húmedas de las personas. Copiosas líneas de óleo, desdibujados por el viento. Un perro se divertía zarandeando a una paloma muerta, que de tanto diente y agua parecía un trapo.
Mi café ya estaba lleno de agua, y frío, no hacía falta aclarar... Subí a tropezones y resbalándome las escaleras de la Plaza San Martín, una vez arriba me refugié un momento bajo esos árboles (son gigantes, tal vez hasta más altos que los edificios que le tocan el ombligo al cielo). Entré al café París, me pareció una tentación ineludible. El café también estaba plagado de gentes llenas de lluvia. Me pedí un café solo, desplegué los papeles sobre la barra para terminar el trabajo que llevaba eludiendo hacía una semana, pero cómo podía rechazar el impulso de abrir el libro amarillo y leer "El otro cielo", justo yo que corriendo bajo la terrosa lluvia de Valencia, me jugaba un rato a estar del otro lado, bajo el otro cielo
F.B

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